Decretada la pandemia por la Organización Mundial de la Salud, los filósofos se pusieron a pensar en lo que vendría después. Slavoj Žižek miró el vaso medio lleno y se animó a imaginar una sociedad planetaria más solidaria, convocada a la unidad a partir de la batalla contra el coronavirus. Según Žižek, de los escombros de la covid emergería algo mejorado. No lo concebía de otro modo. Si no somos capaces de estrechar filas cuando es la vida lo que está en juego, entonces ¿cuándo?, se preguntaba. Byung-Chul Han le bajó las expectativas de un garrotazo. Para Han, la alienación colectiva tiene la forma de un pasaje de ida. Las cosas pueden seguir igual, pero lo más probable es que empeoren, vaticinaba en aquellos primeros meses de 2020, cuando todo era incertidumbre. Han no veía un punto de quiebre en la vorágine de individualismo y desigualdad sobre la que se asienta la sociedad de consumo. Y no lo hubo, las evidencias saltan a la vista. Žižek no tiene ni un pelo de ingenuo, ni Han es un pesimista de manual. A lo sumo representan distintas caras de la moneda del humanismo, tan en baja en la pizarra de las cotizaciones por estos tiempos.
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Del mismo modo, no faltaron los bienintencionados que creyeron adivinar una oportunidad tras el fallido atentado contra la Vicepresidenta de la Nación. Al menos la apertura de un espacio de reflexión para la clase política, habilitado para consensuar un puñado de intenciones. De uno y otro lado de la grieta esos puentes se dinamitaron cuando ni siquiera se habían fijado los palotes. El magnicidio que no fue derivó, en cuestión de horas, en un motivo más para recargar los obuses y continuar el bombardeo. Ni el oficialismo ni la oposición estuvieron dispuestos a abandonar esa zona de confort que es la trinchera; los mínimos gestos de diplomacia partidaria se evaporaron y ya ni rastros quedan. Algún Žižek de ocasión habría supuesto lo contrario, pero tratándose de Argentina la realidad se mira con la lupa de Han. Las treguas, a fin de cuentas, destilan debilidad.
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Estas patéticas miserabilidades (Hipólito Yrigoyen dixit) de la argentinidad también pesan fuerte en la balanza de quienes analizan la emigración. Los encuestadores suelen ponerse de acuerdo cuando abordan el fenómeno: la mayoría se marcha del país en procura de un mejor desarrollo económico y laboral; luego van enumerándose factores como la inseguridad, la inflación, la (mala) calidad de vida, la presión tributaria, cuestiones de familia. Hay más, dependiendo del momento en que se tome la decisión y de qué clase de crisis esté atravesando la Argentina. Pero estas cuestiones, tan prácticas como válidas, están atadas al clima social. A nadie le gusta vivir en un país crispado, partido al medio, cada vez más cruel y menos amable. No sólo se trata de marcharse para sanar el bolsillo o aflojar la paranoia impuesta por la violencia nuestra de cada día. También es necesario buscar y encontrar algo de paz. Lo que no quiere decir que muchos de los destinos que los argentinos están buscando resulten paradisíacos. Del mundo que describe Han no hay escape; será que la Argentina -como la Atlántida- se hunde por su propio y negativo peso.
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De un lado y del otro se baraja un posible triunfo de la oposición en las elecciones nacionales del año venidero. Será por eso que la interna de Juntos por el Cambio se vive con la tensión propia de un plebiscito presidencial. El o la candidata que de allí surja parece tener excelentes chances de acceder al sillón de Rivadavia. No obstante, este potencial giro político e ideológico no está poniendo entre paréntesis los planes de los emigrantes. No se trata entonces de los que están o de los que vienen; hay una certeza entre la creciente masa de argentinos que preparan las valijas: la grieta no desaparecerá en 2023 como producto de una rotación en los habitantes de la Casa Rosada. El escepticismo -el brumoso clima social- trasciende las urnas. Entonces las gestiones para obtener permisos, visados y ciudadanías foráneas es incesante. Si se tratara, simplemente, de un rechazo a los gobernantes de turno, sería cuestión de esperar que todo se modifique en cuestión de meses, los que median hasta las elecciones. No está siendo el caso. La gente se va.
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¿Es hartazgo por el presente o preocupación por el futuro? La multicausalidad del fenómeno migratorio suele anclarse en las expectativas de la clase media. Entre los más pobres -ni hablar de los excluidos-, sujetos a la lógica de la supervivencia, no hay condición de posibilidad para marcharse. La dinámica en el otro extremo de la pirámide social es distinta: la holgura económica proporciona herramientas para afrontar cualquier crisis. La cuestión son los que están en el medio, jóvenes (solteros o en familia, por lo general con hijos pequeños); casi todos con estudios completos; en muchísimos casos altamente capacitados por la formación de grado o de posgrado que poseen. Son los que están a la pesca de oportunidades -como la que se abrió con la nueva legislación española en materia de inmigración-, poniendo y sacando elementos de la balanza en el afán de tomar una decisión. Son esos argentinos que tanto se extrañan. Los de la clase media que perdieron las expectativas.
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Es otra manera de mirar la grieta y de advertir sobre lo nocivo de su naturaleza. La grieta no sólo nos divide y nos destroza, también genera efectos colaterales. Y uno de ellos es el empujón -mas bien el puntapié- que a diario descerraja sobre argentinos que estaban en la duda. ¿Me voy o no me voy?, podían estar sopesando. Con los mensajes de la grieta de por medio no hay mucho más que pensar. Y en este caso, los respalda la implacable seguridad con la que filósofos como Byung-Chul Han nos indican hacia dónde van las cosas. Si para el optimismo de un Slavoj Žižek no hay lugar en la aldea global, ¿qué esperar de la Argentina?